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Hay quienes se preguntan por qué no se escriben más relatos sobre fútbol; yo suelo pensar que es porque el fútbol es en sí un relato, y uno de los mejores: que por eso está en el lugar que está, que por eso es el campeón mundial de lo superfluo.
El culebrón que acaba de terminar es un ejemplo: la historia del trepador, el advenedizo que quiso ser uno de los grandes y creyó que le alcanzaba con tener mucha mucha plata. El Paris Saint-Germain es un club nuevo: no tiene medio siglo. En Francia lleva años dominando, pero eso no significa nada: en Francia domina cualquiera —Macron, Hitler, Bonaparte, Carrère—.
Así que quiso dominar Europa, y se le complicó. Hace justo un año menos un día estuvo a punto: lo impidió la goleada más sorprendente de la historia, el 6 a 1 increíble que le plantó el Barcelona. Así que este verano sus dueños, jeques cataríes, decidieron romper el chanchito o hucha o alcancía y comprarse un verdadero campeonato.
Para eso se gastaron más de 500 millones de dólares; pagaron como 150 por el mejor jugador francés, un muchacho Mbappé, y 275 millones por el tercer mejor jugador del mundo, un muchacho Neymar. La compra fue una pedrada: nunca se había pagado tanto por un hombre, y todos hablamos de eso, y cientos de millones de chicos en el mundo confirmaron que tenían una meta.
Si el capitalismo global fuera astuto sabría que el fútbol es su recurso más barato: por unos cuantos miles de millones consiguen que la mayoría de los jóvenes pobres marginados que podrían cuestionarlo crean que pueden formar parte, que con un poco de suerte serán uno de esos jugadores que ganan fortunas y tienen los coches más brishosos y las rubias más taradas: salvarse solos y ser pilares del sistema. O, por lo menos, admirarlos a lo lejos.
Los jeques, entonces, apilaron billetes y Neymar dijo que aceptaba porque en su antiguo equipo, el Barcelona, era segundo del mejor y quería un lugar donde fuera primero: cabeza de ratón, esas cosas. En París lo sería: ya era el más caro, podría ser el más querido. Pero no lo fue: se puso caprichoso y sus hinchas no siempre se lo soportaron y sus compañeros hicieron saber que no lo soportaban.
Y hace diez días, justo antes del partido decisivo contra el Real Madrid, que diría si el despilfarro había servido, se lesionó, se fue a su país, hizo tremendo mutis por el foro. Su equipo quedaba desvalido en el momento sin retorno.
Aunque sus compañeros se vieron, de pronto, frente a la oportunidad de demostrar que podían ser muy buenos sin él: que no lo precisaban. Podía ser su noche, la revancha de los desdeñados, de los que solo ganan 10 millones.
Así que esta noche lo que se armó fue eso que los viejos cronistas futboleros llamaban un clásico duelo copero: un partido malo pero intenso, con más nervios que fútbol, con más drama que juego. A los falsos españoles del Madrid les alcanzaba con perder 1 a 0 y su técnico francés los mandó atrás, les armó dos líneas de cuatro y a esperar, a confiar en la penuria parisina.
Enfrente, los falsos franceses del París se enredaban, caían en el vértigo de Di Maria —que ayer cumplió quince años sin terminar una jugada— y el empuje de Mbappé y el despiste de Cavani, y no les alcanzaba. El Madrid jugaba ese fútbol que ahora se llama “más directo”: menos control, más llegadas, jugadas de menos toques y mejores resultados. Sus contraataques esporádicos eran más peligrosos que los ataques continuos del París.
Hasta que, al principio del segundo tiempo, Cristiano de cabeza puso orden: con su gol el París necesitaba hacer tres y no podía y se desesperaba, pero poco. El PSG es de esos equipos que se caen sin ruido. Se diría que no tiene ese espejismo que algunos llaman alma. Si es difícil sostener que un hombre puede tener alma, es más difícil todavía sostener que pudiera tenerla un equipo de fútbol.
Y, sin embargo, yo puedo creer que los equipos sí la tienen. En todo caso, algunos tienen algo, una manera de pelear, de creerse, de no entregarse nunca, que no se compra en ningún lado.
Y otros no: el Paris se desarmaba solo, brumosa gelatina. El primer gol del Madrid fue una pelota que perdió el brasileño Dani Alves; el segundo, una que perdió el argentino Javier Pastore; el italiano Marco Verrati se hizo expulsar tras perder otra más.
Sus jugadores deambulaban como si no estuvieran muy interesados y, a poco del final, perdiendo 2 a 1, el técnico español de los franceses sacó a su mejor delantero y puso un defensor. Eso y decir “me rindo, no disparen” era exactamente lo mismo. Y queda feo decir “me rindo, no disparen”.
La aventura del Paris Saint-Germain ha terminado, otra vez, en desastre; la de Neymar también. Alguien podría decir que es una suerte, que esas derrotas muestran que el fútbol no se compra, pero lo que tendría que decir es que no se compra todo junto: hay que comprarlo poco a poco, a lo largo del tiempo —como suelen hacer las fortunas antiguas—.
El Real Madrid es eso que los americanos llaman old money, plata vieja, pero mucha (y el París puro dinero nuevo, petrolero). En fútbol, todavía, la aristocracia le sigue ganando a los recién llegados: pocos círculos más exclusivos que el de los clubes dueños.
Esta noche ha vuelto a quedar claro: no hay deporte más clasista que este, el más popular. Y eso, supongo, quiere decir algo.