Por: Javier Lafuente
México no aguanta más. No aguanta más los niveles de violencia, que desangran el país. Tampoco la corrupción y la impunidad, que campan a sus anchas. No puede aguantar más la desigualdad. No lo soportan los mexicanos ni lo puede sostener un régimen, un sistema, que ha dado ya suficientes evidencias de que se tambalea. De ahí que la elección del próximo domingo no pude considerarse una más. El país que hace 18 años celebró el fin de la hegemonía del PRI después de 70 e inició una alternancia de partidos en el poder, enfilará dentro de una semana el camino hacia una transición, acaso un cambio de régimen.
La del domingo será la elección más grande de la historia de México. Además del presidente se elegirán ocho gobernadores, el jefe de Gobierno de la capital —todo apunta que será jefa—, 500 diputados, 128 senadores y casi 3.000 cargos públicos. Unos comicios precedidos por una maratoniana campaña electoral que augura el fin del sistema de los partidos políticos tradicionales y una más que probable recomposición de las élites.
El sexenio de Enrique Peña Nieto, marcado en un primer tramo por unas reformas esperanzadoras y claudicado, en el segundo, por flagrantes casos de corrupción —la Casa Blanca, la Estafa Maestra, gobernadores prófugos…—, crímenes como la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa o una violencia que crece sin freno, ha propiciado que el hartazgo y el enojo sean los dos sentimientos más perceptibles entre los votantes. El rechazo a la gestión del actual presidente, casi de un 80%, es el partido o candidato con más adeptos.
Andrés Manuel López Obrador ha sido quien mejor ha sabido capitalizar ese hastío. No es el único motivo de hartazgo en un país de 120 millones de habitantes donde el número de trabajadores que no gana lo suficiente como para alcanzar la canasta básica pasó del 32% de 2006 a un 39% el pasado año, según datos oficiales; un país donde uno de cada tres trabajadores formales no logra mantenerse con lo que gana.
El líder de Morena, en su tercer intento por lograr la presidencia, no solo se ha mantenido puntero en todas las encuestas desde hace un año, cuando era el único contendiente claro, sino que con el paso del tiempo, cuando sus rivales confiaban en que su fórmula de repetir las ideas de siempre ligeramente modernizadas le haría retroceder, ha aumentado su ventaja. Con una campaña más emocional que racional, se ha llegado a un punto en que da igual lo poco o mucho que diga o haga López Obrador, porque cualquier cosa le resulta inmune. Mucho ha ayudado la batalla encarnizada que han librado entre ellos sus rivales, Ricardo Anaya y José Antonio Meade. Si el segundo no ha logrado despojarse de la pesada carga que supone el partido al que representa, el PRI, Anaya no ha conseguido consolidarse como la opción más sólida para cambiar el sistema. De hecho, ha terminado la campaña tratando de mostrar los riegos del cambio que supone López Obrador a las ventajas que podría traer su llegada al poder.
Si finalmente se cumplen los pronósticos de las encuestas –de no hacerlo, el batacazo en los pronósticos superaría al Brexit, la elección de Trump o incluso el imprevisto no al proceso de paz en Colombia-, la victoria de López Obrador y la irrupción de Morena como fuerza predominante en el Congreso evidenciará el fin del sistema tradicional de los partidos políticos.
Desde 1988, el tablero político mexicano ha girado mayormente en torno a tres formaciones: el PRI, el partido hegemónico; el PAN, como principal opositor desde el centro derecha y el PRD, que consiguió aglutinar apoyos en el centro izquierda. Todo esto ha saltado por los aires. Si la victoria de López Obrador en su tercer intento por alcanzar Los Pinos será la noticia principal del próximo domingo, no será menor la trascendencia del más que probable desplome del PRI. No ya porque su candidato, el primero en la historia que no milita en el tricolor, quede en tercer lugar, como vaticinan los sondeos. La pérdida de poder local, tanto en municipios como en gobernaciones –las encuestas solo le dan posibilidades de victoria en 1 e 9- augura una batalla en el seno del PRI demoledora, por un lado, para hacerse con el control del partido, pero, sobre todo, para evitar que Morena absorba las bases de sus rivales, en la medida en que no pocos consideran a López Obrador como el único priista en la contienda.
En el centro derecha, la batalla ya está servida. La apuesta de Ricardo Anaya por el Frente, la coalición del PAN, PRD y Movimiento Ciudadano, abrió una herida en el partido conservador que, lejos de cicatrizar, ha crecido con los meses. Todo lo que no sea un triunfo dentro de una semana hace insostenible una alianza que, en cualquier caso, nunca pudo plasmar la retórica con la que se creó. Si la reconfiguración del PAN será ardua, el PRD iniciará una travesía en el desierto, en la medida en que Morena capitalizará el mayor abanico de la izquierda, a costa, eso sí, de otorgar un apoyo desmedido a Encuentro Social, un partido evangélico ultraconservador, con quien se ha aliado para llevar a López Obrador al triunfo.
Más complejo de discernir es cómo afrontará el próximo presidente los retos más evidentes. Ninguno de los candidatos, en tres meses de campaña, ha definido un plan para reducir los niveles de inseguridad. Para atajar la corrupción y la impunidad, López Obrador enarbola su honestidad como el único antídoto. La necesidad de mantener estable la economía ante la amenaza de ruptura del Tratado de Libre Comercio (TLC) o definir el papel de México en el mundo en la era Trump, un factor que apenas ha influido en campaña, serán otros de los principales desafíos del presidente que resulte de la elección del domingo. Unos comicios en los que México votará, por encima de todo, que no aguanta más.
Publicado originalmente en El País.