El tiempo nunca espera y se avecina el decimoquinto curso liguero para Leo Messi, una cifra mágica y a la vez turbadora porque encierra una terrible amenaza: el final se acerca, de nada sirve retrasar los relojes o esconder bajo llave los calendarios. Un rápido repaso a la plantilla actual nos confirma su condición de gran veterano, el último de aquel vestuario que un día lo vio aparecer con la sonrisa tímida y despojado de vicios, apenas algo más que un niño con ganas de jugar a la pelota en el campo grande del barrio. Alguno llegó incluso a entrenarlo y más de uno soñará con que su retirada se postergue lo suficiente para poder, al menos, intentarlo.
Todavía es pronto para llorar su pérdida, sin embargo. Conviene conservar la calma y celebrar que no se vislumbran en él las huellas habituales de la vejez deportiva más allá de la barba tupida, el abultado libro de familia y algún que otro retoque en los primeros tatuajes, consecuencias lógicas de cierto grado de madurez, pero lejos, todavía, de la temida podredumbre. El último Messi nos sigue pareciendo el mejor Messi, incluso después de una Copa del Mundo desangelada que ha permitido a sus detractores pecar con total arrogancia, como si a cada mal presagio no respondiera Leo con su particular versión del juicio final.
Ahí sigue la mirada de rondador nocturno, de felino aletargado pero dispuesto, una fiera que no soltará a su presa hasta depositarla, con mimo, en la oscuridad de alguna madriguera. Así queremos intuirlo, al menos, quienes nos hemos acostumbrado a tratarlo como a un dios, a reclamarle que sobrepase nuevamente los límites que lo identifican como tal. Su edad, el desgaste de tres lustros abanderando un club que se carcome solo, desde dentro, deberían pasarle factura de algún modo, pero la fe y la ansiedad nos empujan a reclamar un nuevo milagro, uno más a la espera de que llegue el próximo verano y nos abalancemos sobre él para suplicar el siguiente: antes llegará el fin de Messi que el de nuestras esperanzas en que no llegue nunca, supongo.
“Me acuerdo de ese niño de Afganistán que se había fabricado una camiseta de la selección argentina con una bolsa de plástico y pintado en la espalda un 10 y el nombre de Messi con bolígrafo”, se lastima Jordi Puntí en Todo Messi(Anagrama). Porque detrás de ese niño —del afgano pero también de Puntí— hay una legión de mocosos que ya se afeitan o han desechado varias docenas de sujetadores por el camino. Porque los niños y niñas que eran cuando Messi debutó en Montjuic, un 16 de octubre de 2004, son hoy adultos hechos y derechos, algunos hasta maltrechos, todos sentados en su localidad del estadio o frente a un televisor con la esperanza de que Leo los pasaporte a la infancia.
A la vuelta de la esquina se intuyen ya los editoriales y columnas de opinión recetando nostalgia como única terapia razonable frente a la pérdida. Quizás el tiempo que nos quede debería servirnos para descartar, también, esa posibilidad y reconocer lo evidente: que nos costará mucho evocar a Leo cuando ya no esté porque llevamos, sin saberlo, toda una vida recordándolo.