Por: JOSÉ LUIS PARDO VEIRAS y ALEJANDRA SÁNCHEZ INZUNZA
Publicado originalmente en el NYTimes
La noche del 12 marzo, para llegar a su casa, la artista Veneranda Pérez tuvo que esquivar a un grupo de forenses que avanzaba por su cuadra cargando un cadáver. Esa tarde se había desatado una balacera en Tenochtitlán, la calle del barrio Tepito donde Pérez ha vivido desde que nació, y habían muerto tres hombres. Ella no los conocía, pero aquella noche se encerró en su casa y pensó en marcharse. La situación era insostenible: si salía de su casa y caminaba hacia la izquierda llegaba a Jesús Carranza, la calle con mayor cantidad de asesinatos de Ciudad de México; si giraba hacia la derecha llegaba a Toltecas, la segunda con más homicidios.
Dos días después de la balacera, en su cuadra, la mancha de sangre era pisoteada por vendedores de películas porno piratas, policías y hombres jóvenes que hablaban por radio y ofrecían drogas a cualquiera que se atreviera a caminar la zona. La vida cotidiana del barrio.
“No entiendo cómo este sufrimiento colectivo puede ser nuestro día a día”, dice Pérez, una pintora de 33 años a la que le gustaría crear un homenaje a cada uno de los asesinados en su calle este año. Pero aun si pudiera abrir un espacio en medio del control territorial de la delincuencia, tampoco podría hacerlo, porque ha perdido la cuenta.
En el último sexenio, los homicidios en Ciudad de México han aumentado casi un 40 por ciento y la tasa alcanzó 12,31, una cifra mayor a la que la ONU considera una epidemia de violencia. En Cuauhtémoc, la alcaldía a la que pertenece esta zona de Tepito, subieron más de un 60 por ciento.
Según un estudio de México Evalúa, un laboratorio de ideas que geolocalizó los homicidios en la ciudad entre 2009 y 2016, las seis calles más violentas de la capital mexicana están en este barrio, a veinte minutos a pie del Zócalo. Sus zonas más conflictivas fueron los únicos lugares donde la tasa de homicidios fue siempre alta. En ocho años murieron asesinadas allí 230 personas.
Veneranda Pérez es una chica que habla siempre con dulzura y no dice malas palabras ni cuando se enoja en un barrio famoso por el albur y por la rudeza de su gente. Tepito también es famoso porque fue el último bastión de resistencia de los aztecas contra la conquista de los españoles.
Aunque el origen de su nombre no está claro, si se tradujera el de los tres barrios prehispánicos que hoy forman Tepito sería algo cercano al “templo pequeño (Teocaltepiton), a las orillas del agua (Atenantitech), donde nació la esclavitud (Tequipeuhcan)”. Sus habitantes afirman que aquí se compusieron “Las mañanitas” y se inventó el sonidero. Ha sido cuna de campeones mundiales de boxeo. Su mercado, que ocupa casi veinte calles y por el que cada día pueden llegar a transitar más de cien mil personas, tiene fama de ser un lugar en el que se consigue lo que sea. Algunos de sus comerciantes viajan a Estados Unidos y a China para contrabandear. Y, aunque es un barrio de profunda fe católica, también se venera a la Santa Muerte.
Pero entre esa mítica y su pasado se cruzan el tráfico y la violencia.
Uno de sus habitantes más ilustres, José Guadalupe Posadas, el creador de la Catrina, murió en el número 6 de Jesús Carranza, que hoy es un gran expendio de droga. Según una base de datos de la policía a la que The New York Times ha tenido acceso, en Tepito hay diecisiete narcotiendas. Pero una tarde de agosto, un traficante permitió que lo acompañáramos para entender que aquel número era apenas una formalidad. En menos de una hora, caminando y sin salir del barrio, vendió cuatro kilos de marihuana.
Primero visitó a un distribuidor de droga en medio de una vecindad, donde tenían la marihuana en tarros de cristal, como si fuera una especia de cocina. Arregló con el encargado la cantidad y el precio (unos 200 dólares el kilo), mientras tres chicos vigilaban el acceso. Después fue a una casa de seguridad, empaquetó la marihuana y la metió en una vieja bolsa de deporte. Caminó diez minutos, pasó al lado de un policía en moto, y llegó a una tercera casa. En el poco tiempo que estuvimos subieron dos personas para llevarse medio kilo cada una.
Eran las cinco de la tarde, justo cuando los vendedores empiezan a desmontar sus puestos. Los martes, día de descanso del mercado, la calle se despeja y los toldos amarillos desaparecen, pero los chicos que ofrecen droga al oído siguen allí. Algunos puntos venden las veinticuatro horas.
La elocuencia de los asesinatos
La noche del viernes 14 de septiembre, sicarios vestidos de mariachidispararon sesenta balas en la plaza Garibaldi, uno de los lugares más turísticos de Ciudad de México. Mataron a seis personas, hirieron a siete y huyeron en motos. El lugar estaba más lleno de lo habitual: al otro día, el sábado 15, se celebraba el Día de la Independencia.
El domingo, el director de seguridad de la alcaldía Cuauhtémoc, Salvador Beltrán, recibió en su celular un mensaje anónimo de WhatsApp que decía: “Soy un vocero de la gente de Tepito y del Centro Histórico […] no creo que no sepas donde tienes que ser más rudo ya que la marcha la pagaron el CÁRTEL DE LA UNIÓN […] le han estado pegando a gente trabajadora y no al cártel entonces qué va a pasar ahí o nos va a apoyar el gobierno o hacemos justicia por nuestras propias manos”.
Los muertos de Garibaldi son el último capítulo de la pista de cadáveres regados este año en distintas zonas de una ciudad sin una historia reciente de violencia.
Según el discurso que el gobierno de Ciudad de México ha mantenido durante el último sexenio, el aumento de los homicidios es producto de pandillas de narcomenudistas; pero los dirigentes locales, especialistas y vecinos consultados hablan de un fenómeno evidente de crimen organizado: la guerra entre La Unión —el grupo que controla Tepito y buena parte de la extorsión, el secuestro y el tráfico de drogas en la ciudad— y la Anti-Unión, el grupo que nació para disputarle el poder.
Basta con mirar el calendario de los crímenes de estos grupos para entender su capacidad para sembrar muertes:
El 9 de junio fue asesinado Juan Iván Arena Reyes, alias el Pulga, a quien las autoridades consideraban el número dos de La Unión de Tepito.
El 17 de junio aparecieron dos hombres desmembrados bajo un puente en Insurgentes, una de las arterias principales de Ciudad de México. Cerca de la escena había una manta que apuntaba a la Anti-Unión y a su supuesto líder, Sergio Flores, alias el Tortas: “Ya vamos a por ti y todos los mugrosos k reclutaste para tu Antiunion. Que empieze el desmadre Perra Tortas”.
El 10 de julio se encontraron seis cadáveres dentro de un coche cerca del aeropuerto internacional de Ciudad de México. En una de las puertas se leía una inscripción: “Anti-Unión”.
“Está escalando, está cada vez peor”, nos dijo el entonces delegado de la Cuauhtémoc, Rodolfo González, tras la matanza de Garibaldi. Unas semanas antes, en su despacho, nos había enseñado imágenes de algunas de las diez ejecuciones que había contabilizado tras la detención en agosto de Roberto Moyado (alias el Betito), el supuesto jefe de La Unión Tepito. Hacía un año que lo tenían identificado como el líder del grupo. En ese tiempo se escondía en distintas residencias en algunos de los barrios más exclusivos de la ciudad. Cuando la Policía Federal lo detuvo, encontraron a un hombre operado, con 30 kilos menos y una prótesis capilar. Una forma de ocultarse mucho más parecida a la de algunos capos que a la de un simple pandillero.
“Ahora ya están matando en el Centro Histórico”, dijo González. “Si no quieren llamarle delincuencia organizada que le llamen como quieran, pero mata como delincuencia organizada, extorsiona como delincuencia organizada, secuestra como delincuencia organizada, se exhibe como delincuencia organizada. Hay que hacer algo”.
Antes de dejar su cargo en octubre, González pidió a la marina y al ejército que intervinieran en labores de inteligencia, pero no obtuvo respuesta. Su sucesor, Néstor Núñez, también cree que va a ser necesaria la intervención de autoridades federales. “Los que vivimos en la Cuauhtémoc tenemos claro que no se pueden llegar a estos niveles de violencia más que a través de la complicidad”, dijo.
Cuando se le pregunta si Tepito es una zona liberada para la venta de drogas, Núñez responde sin ambigüedad: “Hablando como ciudadano te diría que sí, hablando como autoridad te diría que no”, explica. “Porque hay presencia de autoridades. Lo que pasa es que no se persigue el delito y eso solo puede deberse a dos cosas: ignorancia o complicidad. Y a estas alturas no da para que haya ignorancia”.
Entre los habitantes de Ciudad de México hay una sensación de que esta ya no es un oasis respecto a la violencia de gran parte del país, y los números lo corroboran. En los últimos años en México hubo dos grandes repuntes de violencia: en 2011 y en 2014. La primera oleada no afectó a Ciudad de México, pero con la segunda, la curva de los homicidios en la capital siguió la misma tendencia que el resto del país: hacia arriba.
Afuera de Tepito, La Unión se hizo un nombre conocido el domingo 26 de mayo de 2013, cuando trece jóvenes del barrio fueron secuestrados en un bar de madrugada, Heaven, a solo 50 metros de Paseo de la Reforma, la avenida más emblemática y el eje financiero de la ciudad.
El más joven de ellos era Jerzy Ortiz, de 16 años. Los días siguientes, su madre —Leticia Ponce— y otros familiares se manifestaron en la calle para que las autoridades encontraran a su hijo. Gracias a eso se convirtió en un caso mediático.
“Mientras lo buscaba me di cuenta de cuánta gente desaparecida hay”, recuerda Ponce ahora, cinco años después, en uno de los puestos comerciales que su familia tiene en Tepito. Su bisabuela vendía fruta; hoy venden playeras de rock, bisutería, cosméticos, hojaldras y papas. El padre de Jerzy, Jorge Ortiz (alias el Tanque), siguió el caso de su hijo desde la cárcel, donde cumple condena desde 2003 por extorsión y delincuencia organizada.
Los cuerpos de los trece jóvenes fueron encontrados casi tres meses después, desmembrados y con signos de tortura, en una fosa común. Aunque el secuestro se produjo en una zona céntrica llena de cámaras de seguridad, la procuraduría insistió en presentarlo como una venganza entre pandillas de narcomenudeo. Quienes conocen la trama de violencia, en cambio, atribuyen el hecho a algo más complejo: una revancha planificada contra La Unión de Tepito.
Fue la mayor matanza perpetrada por un grupo criminal en Ciudad de México. Pero los vecinos del barrio ya habían escuchado hablar de La Unión antes del caso Heaven.
A un veterano ladrón y artista del barrio —que pidió conservar el anonimato por motivos de seguridad— nunca se le olvidará la noche del 28 de octubre de 2010, fiesta de san Judas Tadeo, el patrón de las causas perdidas. Estaba comiendo un taco con un amigo al lado de la Parroquia de la Concepción cuando vio pasar dos furgonetas negras. “Me hice pequeño”, recuerda. Las furgonetas giraron a una cuadra y segundos después se empezaron a escuchar las ráfagas de disparos. El artista se montó en un coche con su amigo y fue a la escena del crimen. Vio siete cuerpos (uno de los chicos sobrevivió, los otros seis murieron). Las cabezas de algunas víctimas, dijo, parecían sandías estalladas contra el suelo.
Al día siguiente comenzó a pintar un cuadro de esa escena que, siete años después, aún no ha terminado. El artista tiene tres balas en el cuerpo, ha estado tres veces en la cárcel y no sabe contar los amigos que le han matado, pero dice que cada vez que vuelve al cuadro, le hace daño. Lo que más le cuesta es encontrar el tono de color adecuado para aquella noche:
“Sería por la pólvora, pero había una niebla. Fue como si la noche se hubiera hecho más oscura”.
‘Tepito era un terreno de nadie’
El Mural de los Caídos de Tepito se ha convertido en una referencia cultural en el barrio. En el fresco, las imágenes religiosas comparten espacio con tradiciones prehispánicas y el retrato de veintidós tepiteños que murieron en la zona, todos con trajes de gala. De ellos, diecinueve fueron asesinados.
El mural va a cumplir treinta años, el color se ha desgastado y la pared sobre la que se pintó, la del último prostíbulo de Tepito, está desconchada. Al lado se levanta una gran cruz con cerca de setenta nombres. Nadie tiene memoria para saber de qué murieron todos, pero el asesinato también es la causa abrumadora.
Sin embargo, un mediodía de mayo, un grupo de hombres reunidos frente al mural recuerda la historia reciente del barrio como “los buenos tiempos”: la época de finales de los 80 y principios de los 90 cuando la fayuca —el contrabando de mercancías de Estados Unidos— compartía espacio con un nuevo producto: la cocaína.
“Los muertos que había era por cosas personales. No había esta violencia”, dice Sergio Camarillo, familiar de muchos de los muertos que protagonizan el mural. “La violencia empezó a surgir desde que los de allá (la zona de la alcaldía Cuauhtémoc, donde está la calle de Tenochtitlán) empezaron a matar a los de acá (la zona de la alcaldía Venustiano Carranza) y los de acá a los de allá”.
“Nos juntábamos unos doscientos o trescientos los fines de semana”, recuerda Ricardo Corona, el Piolín, un hombre lleno de tatuajes con una bala en la cabeza de un atraco que le salió mal. Todos los días pasa por el mural para pedirle bendiciones a la Virgen y para que los que están en la cruz le echen la mano. “Yo era uno de los pesados aquí, no me da vergüenza decirlo. Me agarraron con 16 kilos y me fui seis años”.
Desde la cárcel, por teléfono, uno de los fundadores de lo que se llamó el Cártel de Tepito dice que cuando ellos estaban “había dinero para todos. Ahora joden hasta al que vende chicles”.
Los hombres que recuerdan están parados sobre la calle Mineros, en la esquina con Carpintería, la tercera calle más violenta de la ciudad según el estudio de México Evalúa. La siguiente calle es Ferrocarril de Cintura, la cuarta. A una cuadra se encuentra Mecánicos, la sexta. Pero en esta zona, libre de tianguis, entran los taxis y hasta hay paseos turísticos que cuentan la historia del barrio.
Alfonso Hernández, considerado el cronista oficial de Tepito, cuenta que durante el auge de la fayuca “no se necesitaba ser ratero porque era muy fácil ganar mucho dinero con el contrabando. La gente traía supercarrazos, estudiaba. Pero los trailers no se regresaban a la frontera vacíos. En el estado de Querétaro, en Calixto, se cargaban de droga. El fayuquero empezó a ser utilizado para el tráfico de drogas y armas”.
Un comerciante de toda la vida —que accedió a hablar en forma anónima y fuera del barrio— recuerda que esa época en la que cada quien se buscaba la vida se fue acabando poco antes de la matanza de la noche de san Judas Tadeo en 2010. Cuenta que a los comercios llegaban grupos de treinta personas diciendo que eran de La Unión y que a partir de ese momento ellos se iban a ocupar de la seguridad. Es decir: de cobrar a la gente para protegerlos de ellos.
“Han hecho lo que han querido, por eso Tepito está bien cabrón. Hay gente independiente que sigue trabajando, pero ellos quieren mover a comerciantes, narcotráfico, venta. Si tienes vecindad te cobran renta. El territorio es de ellos”, se lamenta. “Tepito era un terreno de nadie, donde se forjan los cabrones. Ellos tratan de apoderarse de algo que es imposible. Por eso se genera terror”.
Aunque quizás no existe una fecha exacta para el comienzo de ese “terror”, los tepiteños recuerdan sobre todo una: el 14 de febrero de 2007, un Día del Amor y la Amistad.
‘Sacaron a los malos a la calle’
Saber caminar siempre ha sido un tema importante en el barrio. El escritor tepiteño Armando Ramírez da instrucciones en uno de sus libros: “Balanceándose del talón a la punta del dedo, encorvándose y con querencia a la pared”, escribe. “Un poco es la posición para correr ante situaciones inesperadas y otro tanto es una forma de entrenarse para bailar o boxear”.
Veneranda Pérez cuenta que ella aprendió de niña a mirar: a no mirar con demasiado interés. Vivía en Tenochtitlán 40 y Jesús Carranza 33, una vecindad conocida como La Fortaleza en la que vivían casi 150 familias. Salía con su mochila para ir a la escuela y desviaba la mirada de las colas de consumidores que esperaban a que abrieran las casas convertidas en tiendas de drogas.
La familia Pérez vivió allí hasta ese 14 de febrero de 2007, cuando cientos de policías llegaron al predio, tocaron a la puerta y les enseñaron un papel en que les informaban de que su casa había sido expropiada. Según el entonces jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, era el mayor núcleo del narcomenudeo en la ciudad. Durante una semana los Pérez estuvieron sacando sus cosas. Lo único que quedó en aquella casa fue una pecera empotrada en la pared.
“Es la mayor inversión en Tepito en los últimos años […] Nos va a ayudar mucho para que podamos proteger a nuestras familias”, dijo Ebrard cuatro años y medio después, cuando se inauguró en ese lugar un centro para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF).
“Sacaron a los malos a la calle. Fue peor, los regó por todas partes, a la vista de otros niños”, dice Javier Pérez, el padre de Veneranda, que ganó una denuncia contra el gobierno por expropiación indebida. “Ganarle al gobierno se sintió muy chingón. Es un triunfo de la vida porque eso es lo que hace un tepiteño”.
Uno de los argumentos a su favor fue que la expropiación se produjo sin un plan claro para La Fortaleza. Antes de ser un DIF se anunció que iba a ser un parque, una guardería y un centro de desintoxicación. Los vecinos se quejan de que la idea de recuperar el espacio público para ganarle terreno al crimen no ha funcionado. Las actividades son escasas. Las puertas del centro comunitario son dos grandes verjas custodiadas por policías.
A 50 metros de allí, Javier Pérez ha abierto La Barrio, una cervecería artesanal en medio de Tenochtitlán. “La cerveza artesanal es alquimia. Sirve para saborear, no para emborracharse. Es una situación difícil y yo tengo que sacar la cabeza aunque me la pueden cortar. Esto es cultura, que es lo que hace falta en el barrio”, dice Pérez, un hombre duro, corpulento, famoso en la zona porque es el líder de la peregrinación del Niño de Chalco. Cuando camina con sus sandalias, muchos de los jóvenes que venden droga le llaman “tío Javier” en señal de respeto.
En el barrio se le conoce como el Pechos, un apodo que le viene desde niño. Antes de ser cervecero vendió cháchara, juguetes, armas de salva y cuando llegó el dinero de la fayuca y el tráfico de drogas les vendía joyas y oro a los padrinos. Algunos le proponían entrar al negocio de la droga. Pérez recuerda que uno de ellos tenía una camioneta Lincoln y una moto personalizada. Le invitaba a que se subiera a ella, pero él siempre se negaba, asegura, porque su “liderazgo es moral, no de dinero”. Tres años después, el hombre de la camioneta fue asesinado.
Su casa, también en Tenochtitlán, es como un minimercado de cháchara: hay muñecos de los Beatles, juguetes, trofeos. En su vecindad no se venden drogas porque hace unos meses tuvo una reunión y consiguió que los chicos se fueran. Como buen tepiteño, el no dice que “vive” en Tepito, “es de Tepito”. Pero a diferencia del mito que dice que el barrio es una isla de Ciudad de México, Pérez afirma que más bien es “el hijo rebelde”, un “desván del rico”. Es un ciclo en que el poder político y económico guarda sus desechos en Tepito y la pelea en el barrio acaba afectando a otras partes de la ciudad.
“Es un desván económico, moral y físico. Pero no lo quemaron, no lo destruyeron”, dice, con el tono de alguien que más que hablar sentencia.
En La Barrio, aunque puede entrar quien quiera, no se pueden consumir drogas, ni siquiera comprar en la vecindad de al lado y después tomar una cerveza ahí. Cierra a las siete de la tarde para que no “esté la gente que no debe estar”, dice Javier. Su sabiduría se ajusta a los datos que dicen que justo a partir de esa hora se disparan los homicidios en la ciudad: un 50 por ciento ocurre entre las siete de la tarde y las tres de la mañana.
Pero si uno vive en la zona más violenta de la ciudad las precauciones a veces no son suficientes. Aquella tarde del 12 de marzo, cuando empezó la balacera que se llevó a tres hombres, unas cuarenta personas se metieron en La Barrio para refugiarse. Javier Pérez y su mujer se escondieron detrás de uno de los frigoríficos mientras sonaban las balas.
Cuando Veneranda Pérez salió de su encierro y vio aquel charco de sangre, lo primero que hizo fue visitar a su familia. Su padre Javier le dijo: “Hija, yo soy duro, pero tenía miedo y no sabía qué hacer”.