“Estábamos jugando en Costa de Marfil, en el Estadio Houphouet-Boigny. El presidente (Laurent Gbagbo), en ese entonces, llegó rodeado de guardias de seguridad y militares con armamento pesado. Se supone que sólo se trataba de un partido de futbol, de compartir y de estar felices. Pero había cierto miedo. Sentí que algo no iba bien, que no era normal. Y así era: semanas después hubo un golpe de estado, el país quedó dividido y separado en dos partes”.
El relato de Didier Drogba corresponde a la Primera Guerra Civil marfileña, de septiembre de 2002. Y forma parte de un archivo personal que no conoce distancias ni tiempos.
Mientras el sur era regentado por el gobierno, el norte lo dominaban las tropas rebeldes. En los días que corrían entonces, no existía ninguna decisión de atacar el problema. “Nos decían que los marfileños ya no se hablaban entre ellos, que incluso los vecinos no se dirigían la palabra, porque tenían diferentes orígenes o procedencias, y pertenecían a otros grupos étnicos”, recuerda Drogba, en entrevista con El Heraldo de México. Con más de 24 millones de habitantes, Costa de Marfilera un problema de otros.
Todo cambió a partir del futbol, del lanzamiento que hizo Tito, como era conocido en su familia, a gobernantes y ciudadanos tras la clasificación de los Elefantes a la Copa del Mundo de Alemania 2006: la primera en su historia. Drogba quiso convertir aquella celebración en un momento trascendental para la vida de su país.
De rodillas, y rodeado por todos los jugadores de la selección marfileña, se dirigió a la cámara de televisión nacional y pidió el fin de la guerra. Su mensaje fue tan efectivo, tan profundo, que después de más de cuatro mil muertos en tres años, los dos bandos acordaron bajar las armas.
“Yo sentía la necesidad de transmitir ese mensaje. Afortunadamente, me escucharon. Tuve suerte, porque generó un impacto, especialmente en los jóvenes. Pude tomar ventaja de la neutralidad que tenía, porque había crecido en Francia y no pertenecía a ningún grupo ético. Durante más de seis meses estuve en las noticias de televisión… todo el día (se ríe). Ayudó a aliviar las tensiones”.
A las palabras viejas, había que darles un sentido nuevo. Y Drogba lo sabía. Pero aún quedaban cosas por hacer. Por ello, en 2006, con el premio al mejor futbolista africano del año, el hombre que de pequeño vivió en la Bretaña francesa, en busca de “una oportunidad para triunfar”, decidió viajar a Costa de Marfil, específicamente a Bouaké -una de las ciudades que habían ocupado los rebeldes opositores al gobierno- para mostrar su trofeo. Y ahí, como hizo después en un partido amistoso de los Elefantes, volvió a pedir por la unidad del pueblo.
“Creo que como grupo, como equipo, podemos ser mejor escuchados. Yo empecé a jugar futbol y su valor me hizo convertirme en lo que soy ahora. Lo que hacemos es visto por millones de personas y tenemos que ser ejemplares. Somos modelos a seguir. Los 25 años que tengo de carrera profesional me han dado cierto grado de fama y he construido una red de contactos. Ahora, quiero usar mi voz para brindar un cambio positivo en el mundo”.
Y es que la historia de Didier Drogba ha sido esa: la de un nómada que deja huella por donde pasa. Fue campeón con el Chelsea y el Galatasaray, tres veces mundialista, capitán, vicepresidente de una organización que busca la paz en el mundo y “el hombre con el que cualquiera podría ir a la guerra”, según José Mourinho. Un retratista feroz de la idiosincrasia marfileña. Su llamado, en 2005, permitió que el himno de su país volviera a escucharse, con dos bandos juntos. ‘Oh, tierra de esperanza/ País de la hospitalidad/ Tus legiones llenas de valor/ Han elevado tu dignidad…’. Y los puños en alto.