Por: Diego Mancera
El club Correcaminos, de la segunda división de México, quiere rescatar a la juventud del Estado de Tamaulipas, afectado por una epidemia de homicidios y secuestros.
Rosalinda Reyes mira a Christian, su hijo, dar una fuerte patada al balón. Ella está sentada sobre una oxidada banca de metal en un sitio que considera neutral: un campo de fútbol. En ese momento se siente segura en Ciudad Victoria, la capital del Estado de Tamaulipas, al noreste de México. Recula un instante después. “Ni en mi propia casa puedo decir que me siento segura”, dice mientras menea unas gafas de sol. Hace cinco años, un grupo de hombres irrumpió en su hogar para raptar a su esposo. No fue el único. En el mismo barrio secuestraron a 11 hombres más aquella noche. Desde ese momento no sabe más de Eliuth. Christian, de 9 años, aún cree que su padre volverá. Mientras lo espera, busca convertirse en portero profesional.
Ciudad Victoria fue catalogada en 2018 como la cuarta urbe más violenta del mundo, de acuerdo con datos de la asociación civil Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. En la sofocante metrópoli escasean las actividades recreativas. Rosalinda Reyes siente devoción por los Correcaminos, el club local de segunda división. Cada quince días lo espera para verlo y que su hijo pueda engancharse al igual que lo hacía su padre. Christian quiere ser un gran guardameta, salir en la televisión y dar una vuelta olímpica en el estadio Marte R. Gómez, justo en el centro de un Estado que sufre desde hace varios años el enfrentamiento abierto entre los carteles del narcotráfico del Golfo, los Zetas y del Noreste.
Correcaminos ha articulado en Tamaulipas una red de escuelas de fútbol bajo la premisa de que un futbolista más es un sicario menos en las filas de la delincuencia organizada. Más de 2.800 niños y niñas se han inscrito para dejar de lado los duros contextos en los que viven. Sus camisetas tienen un diseño estridente en tonalidades blanco y azul que forma un mosaico con una palabra: paz. “Lo que queremos es que, aunque no logren ser futbolistas profesionales, por lo menos sean mejores seres humanos”, comenta el presidente del equipo, Rafael Flores. Su estrategia planea sobre cuatro ejes de desarrollo: el físico, nutricional, psicológico y académico.
“El fútbol nos distrae, absorbe nuestro tiempo. Jugando me olvido de las cosas malas, como la violencia”, cuenta Rubí Mariscal, de 15 años. Ella, como todos sus vecinos, no saben lo que es jugar en la calle después del atardecer. Existe un toque de queda voluntario entre los vecinos, una medida provocada por el miedo en una ciudad que concentra más del 50% de los homicidios del Estado y que en 2018 tuvo una tasa de 86 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
Rosalinda Reyes mira a Christian, su hijo, dar una fuerte patada al balón. Ella está sentada sobre una oxidada banca de metal en un sitio que considera neutral: un campo de fútbol. En ese momento se siente segura en Ciudad Victoria, la capital del Estado de Tamaulipas, al noreste de México. Recula un instante después. “Ni en mi propia casa puedo decir que me siento segura”, dice mientras menea unas gafas de sol. Hace cinco años, un grupo de hombres irrumpió en su hogar para raptar a su esposo. No fue el único. En el mismo barrio secuestraron a 11 hombres más aquella noche. Desde ese momento no sabe más de Eliuth. Christian, de 9 años, aún cree que su padre volverá. Mientras lo espera, busca convertirse en portero profesional.
Ciudad Victoria fue catalogada en 2018 como la cuarta urbe más violenta del mundo, de acuerdo con datos de la asociación civil Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. En la sofocante metrópoli escasean las actividades recreativas. Rosalinda Reyes siente devoción por los Correcaminos, el club local de segunda división. Cada quince días lo espera para verlo y que su hijo pueda engancharse al igual que lo hacía su padre. Christian quiere ser un gran guardameta, salir en la televisión y dar una vuelta olímpica en el estadio Marte R. Gómez, justo en el centro de un Estado que sufre desde hace varios años el enfrentamiento abierto entre los carteles del narcotráfico del Golfo, los Zetas y del Noreste.
Correcaminos ha articulado en Tamaulipas una red de escuelas de fútbol bajo la premisa de que un futbolista más es un sicario menos en las filas de la delincuencia organizada. Más de 2.800 niños y niñas se han inscrito para dejar de lado los duros contextos en los que viven. Sus camisetas tienen un diseño estridente en tonalidades blanco y azul que forma un mosaico con una palabra: paz. “Lo que queremos es que, aunque no logren ser futbolistas profesionales, por lo menos sean mejores seres humanos”, comenta el presidente del equipo, Rafael Flores. Su estrategia planea sobre cuatro ejes de desarrollo: el físico, nutricional, psicológico y académico.
“El fútbol nos distrae, absorbe nuestro tiempo. Jugando me olvido de las cosas malas, como la violencia”, cuenta Rubí Mariscal, de 15 años. Ella, como todos sus vecinos, no saben lo que es jugar en la calle después del atardecer. Existe un toque de queda voluntario entre los vecinos, una medida provocada por el miedo en una ciudad que concentra más del 50% de los homicidios del Estado y que en 2018 tuvo una tasa de 86 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
Uno de los campos de las academias de fútbol se encuentra a un costado de la carretera, en Ciudad Victoria. El pequeño edén tiene manchas de pasto seco, un clásico potrero digno de algún cuento de Roberto Fontanarrosa. Los chicos de 15 años, de piel tostada, zapatean por el descampado a 31 grados centígrados, a veces más. “Corre, suda, vive”, se lee en la espalda de las camisetas de algunos. El atardecer marca el fin de los entrenamientos. En la oscuridad, algunos chicos esperan a que alguien pase por ellos. “Tengo que estarles comunicando a mis padres cada vez que llego a entrenar, cuando termino y con quién me voy porque no tienen chance de venir por mí”, comenta el quinceañero Jesús Zurita.
En Tamaulipas a los niños se les enseña matemáticas y también cómo sobrevivir a un tiroteo. “Me he enterado de muertos cerca de mi casa. A veces estoy dormida y se escuchan (los tiros) y me asusto. Corro para el cuarto de mis papás. Ya solo me dicen que me tranquilice”, comenta Rubí Mariscal. “A mí me tocó una balacera afuera de donde trabajaba y a mi niño me lo estaban cuidado a dos cuadras. Mientras pasó todo estaba encerrada en la tienda, pero tenía desesperación por saber de Christian. Había fallecidos afuera, mi compañero perdió el brazo por una bala. A veces estás en el lugar equivocado, te toca sin querer”, recuerda Rosalinda Reyes aquel incidente de 2012. Uno de tantos.
Jorge Campos, el carismático exportero de la selección mexicana famoso por sus irreverentes uniformes coloridos, ha apadrinado el proyecto de las academias juveniles de Correcaminos. Su presencia alborotó a más de 1.000 niños y jóvenes que, pese a que no lo vieron jugar, sabían quién es. “Este señor es un ejemplo a seguir”, vociferaba Carlos Reinoso, entrenador del club. “El deporte siempre ha ayudado a sacar a los jóvenes de los malos pasos. Sé que en un futuro dos o tres niños van a cambiar su futuro”, comenta Campos.
El 21 de marzo fue asesinada Lucía Patricia Butrón, la fiscal antisecuestros de Ciudad Victoria. Las autoridades afirmaron que se trató de un ataque del Cartel del Noreste. Uno de los agresores trabajaba con ella en la misma oficina. Le dispararon a unos metros de sus dos hijos. Alfredo Peña, uno de los periodistas locales más veteranos en temas policiales, asegura que la crisis de inseguridad en Tamaulipas era una bomba de tiempo activada por el expresidente Felipe Calderón en 2006, cuando desató la guerra contra el narcotráfico. “Todo estaba podrido aquí. Por 100 policías había 10.000 criminales”, dice Peña, un sociológo reconvertido en periodista.
Si algo puede equipararse al cariño que da la gente de Ciudad Victoria al Corre, es el que le tienen al Ejército. Por algunos de los barrios se ven patrullar los vehículos militares. El club ha aprovechado ese vínculo para crear uniformes con estampado militar que han vestido por dos años al hilo los 19 de febrero, el día del Ejército. “Es un homenaje para reconocer su labor. Somos más los buenos y esa es la imagen que queremos dar”, afirma Rafael Flores, el presidente.
“¿Has visto la serie de El Chapo en Netflix?”, pregunta Rosalinda Reyes. “Nunca le había puesto atención, pero me percaté de cómo sí pasó todo lo que cuentan. Mucha gente de aquí se fue cuando empezó lo peor. Hay muchos casos de desaparecidos…”, musita y corta su idea de tajo. Solo queda el silencio. Christian, con unos guantes en la mano, se le acerca y le pide que le ayude a ceñírselos. Durante esas dos horas de entrenamiento, en ese descampado, con silbatazos, gritos y pelotazos es donde nadie los perturba, al menos, hasta que vuelva a sonar la sirena de las patrullas.
Publicado originalmente en El País.