Septiembre es un mes significativo para los mexicanos, pero el 19 es un día en el que el dolor atraviesa el alma. Sólo era un niño en 1985, al que su madre puso a rezar un padrenuestro en el temblor. Para 2017 era un padre desesperado que quería llegar a la escuela por su hijo. Ese medio día, cuando justo dos horas antes, veía a una multitud riéndose del simulacro, pero llorando durante el temblor. A veces, ni la historia nos hace recordar lo que un sismo puede hacer en un breve momento.
Corría la mañana de 2017, cuando oficialmente a las once de la mañana se llevaba a cabo un simulacro en la Ciudad de México. En mi centro laboral, la gente se quejaba de que eso no servía, que era una pérdida de tiempo, que no resultaba fructuoso, que no tenía sentido. Y efectivamente, no tiene sentido cuando no se reflexiona. Recuerdo que abría la otra hoja de la puerta del edificio, que siempre está cerrada, y que la vigilante me dijo que no era necesario. Todos habíamos regresado a la normalidad sin saber lo que pasaría, no sonaron las alarmas, nadie estaba atento, nadie sabía qué hacer. El movimiento trepidatorio del sismo me levantó de mi silla, alerté a mis compañeros para desalojar el edificio, volví a abrir la otra hoja de la puerta del edificio, porque la vigilante huyó. Después noté que había una camioneta obstruyendo la entrada del edificio, vaya falta de precaución. Vi como alumnos y compañeros desalojaban los edificios y se reunían en la zona de seguridad del patio. Era una estampida la que se desplazaba. Después aprendí que usar escaleras durante un sismo es de lo más peligroso, por estadística es donde más personas mueren.
Acabado el sismo no pudimos ingresar al edificio, no podía sacar mi celular ni las llaves del carro para ir a ver a mi hijo, que en ese momento estaba en la escuela. Finalmente, una hora después lo logré. Sin embargo, el tráfico era otra historia, un recorrido de 25 minutos me tomó dos horas. La impaciencia, la desesperación y los semáforos disfuncionales hacían de ese camino una tortura. Después de esa trifulca, pude ver a mi hijo sano y salvo, pero desafortunadamente muchos padres no correrían la misma suerte, en particular los del Colegio Rébsamen. Intenté contactarme con todos mis familiares para saber como estaban, la comunicación fue rápida y todo bien. Pero las noticias de todos los medios decían todo mal.
Al día siguiente vi que, en San Gregorio, Xochimilco, necesitaban ayuda, entonces salí con pala en mano para ir al lugar. Sin teléfonos funcionando, sin agua, sin drenaje, el pueblo estaba inmerso en el desastre y el escombro. La iglesia destruida y una tienda de abasto social se había caído por completo, se hundió un piso durante el temblor. Con trabajo hormiga y sin maquinaria pesada, empezamos a limpiar las calles aledañas, para que los transportes pudieran entrar al primer cuadro del pueblo. El delegado de Xochimilco llegó dos días después de la tragedia, para ser echado, literalmente, por el pueblo a patadas. La madrugada del viernes se alzó el puño para guardar silencio, en esa tienda de abastos se rescataron dos personas vivas. Un momento de llanto y de gozo. Salió la ambulancia a toda velocidad con ellas.
Esos días era común ver cómo mucha gente que ayudaba dormía en la calle, para empezar al otro día su lucha, su búsqueda, el levantamiento de escombros. Conocí muchos jóvenes, hombres y mujeres, que me decían ingeniero por usar un casco blanco y por coordinar las acciones. Vi las lágrimas de mucha gente que perdió sus casas. Sentí el dolor de aquellos que perdieron a sus familiares. Vi como la tragedia nos hermanaba en una sola causa.
Los meses siguientes, mucha gente donó ropa, zapatos, juguetes y alimentos para los afectados. Afortunadamente, muchos confiaron en un equipo del que formaba parte para ir a entregar de manera directa las donaciones. Organizamos talleres artísticos, recreativos y bailes con los niños cuyas escuelas estaban destruidas. Hubo mucha ayuda internacional. Lo curioso es que mientras el pueblo se desvivía por rescatar a los suyos, la clase política se aprovechó para robar los recursos que llegaban del extranjero.
Los estados más afectados fueron, Puebla, Morelos, Oaxaca, el Estado de México y la Capital del país, y en nuestros corazones, siempre estará el recuerdo de aquellos que no volveremos a ver.